Me he levantado con un ligero
malestar, nada definible. Una extraña laxitud diluía mi atención sin llegar a
personarse en mi ánimo, nada estaba a mi alcance ni se me retiraba. Algo
parecido a mi nuez me atenazaba la garganta, los ojos me escocían. Me puse el
termómetro que me dijo treinta y seis. Decidí enfrentarme cara a cara al
problema y me dirigí al baño para asomarme a la ventana de mi aplazada
esquizofrenia.
Una gota, una sola, solitaria
lagrima asomaba a la comisura de mi ojo derecho cada vez que tragaba y mi
segunda nuez se atrancaba en su sube y baja. Tanto este ojo como el izquierdo
parecían tener una ligera bruma enganchada en las pestañas. Ni con sucesivos
parpadeos, sucesivamente mas violentos, conseguí desenredarla. Como la bruma de
las orillas de los ríos, persistente, apegada a la tierra, parte de ella.
Finalmente decidí lavarme los ojos, simplemente con agua
clara, para ver si finalmente conseguía asomarme a mi alma, y cuando al fin la
perspicacia de mis ojos alcanzó a traspasarse, mas allá del iris, de los
nervios, del dolor y de la rabia, se abrió ante mi vista un océano, un mar, una
playa y una mancha, negra e irisada.
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