domingo, 23 de agosto de 2015

Tus ojos

Tus ojos, papá, tus ojos y tus besos son, posiblemente, los recuerdos que más van a perdurar en mi memoria. Esos ojos de mirada perdida, lánguida, atormentada, obcecada o inocente, infantil, según los momentos que la enfermedad nos depara. Esos ojos en los que medir la situación que nos toca vivir, no en cada día que es un espacio de tiempo largo y aleatorio, en cada momento, porque cada momento es una vivencia que en nada se tiene por qué  parecer al momento anterior.
Y tus besos. Esos besos, dulces, ávidos, encadenados que me das a veces cuando al bajarte del coche me abrazas como si fuera una despedida, o los que me das por la noche cuando después de arroparte te deseo las buenas noches y tú intentas transmitirme tu agradecimiento con palabras ininteligibles y trabucadas que no solo a mí me corresponden.
Maldita enfermedad esta que sufrimos, papá, así en plural nada mayestático, porque aunque tú seas el cuerpo doliente esta es una enfermedad colectiva, una enfermedad en la que todos los que estamos a tú alrededor somos pacientes activos lastrados por síntomas de impotencia, de dolor, de sufrimiento por no poder hacer más, de resignación porque todo lo que podemos aportar es para que no empeores sin poder aspirar a que mejores.
Maldita enfermedad en la que ya sufrimos cuando absolutamente enajenado nos increpas como a torturadores sin entrañas, ajenos a tu entorno, despiadados, ya cuando la parte más luminosa de tú interior se asoma, brevemente siempre,  y nos desgarra el pensar que seas consciente, aunque solo sea por un segundo, de tu irreversible deterioro, porque entonces el sufrimiento, el que a ti te suponemos y el que nosotros sentimos llega al dolor del alma, a ese dolor que no se concreta en ningún punto físico pero te lacera hasta que brotan las lágrimas.

Solo en sueños descansamos, papá, solo en sueños y sin esperanzas.

jueves, 20 de agosto de 2015

Al Facho

Vi caer una estrella y al tocar el mar desplegar sus velas, navegar el horizonte la noche entera, pasar junto al camino que la luna riela y sin abandonar el mar, con el alba, con la luz que avisa  al iluminar la tierra, irse apagando, queda, flor luminosa de pétalos aparejados con brillantes cuerdas que marchita el amanecer cuando se llega, cuando lo enciende, cuando releva, luminaria que acoge, que acuna, que pospone hasta una noche nueva la luz y el brillo que marca la imposible frontera que separa al cielo de la mar marinera.

jueves, 13 de agosto de 2015

Puente Sobreira

Ayer estuve en tu puente, papá, en ese puente de piedra, umbrío, oculto entre arboles, silvas y casas en ruinas que tanto significó en tu niñez y en la de tus hermanos. Ese puente al que te acompañé unos meses antes de que tu enfermedad empezara a alejarte de mí y acercarte a su memoria.
Cerca de Faramontaos, en Sobreira, puente que ahora transitan los peregrinos y algún vecino que ocasionalmente precisa de su concurso para cruzar un río de aguas escasas este año, tan escasas que apenas son un encadenamiento de charcos sin corriente entre ellos. Puente ante el que, más allá de flujos y reflujos de su caudal, el tiempo, el recuerdo, la memoria, que tan escasa te es de este momento presente, parecen florecer y hacerse un centro fundamental de los retazos de tu vida que aún no se han ocultado tras el traicionero velo de la enfermedad.
Recuerdo aún con emoción la visita que hicimos. Recuerdo aún tus ojos, tu sentimiento, tus palabras en el momento de visitarlo. “Mi puente”, decías, “mi puente”. Casi como un mantra, como un intento desesperanzado de retener junto a ti lo que se te escapaba, de transferirme la memoria que sentías perder para que yo pudiera perpetuar esa vida que tú tanto añoras. La abuela en su escuela dando clase, los niños de tu época, la casa en la que vivías, vuestras correrías.
Y por eso, para poder cumplir ese deseo, he ido yo ayer hasta el puente. Acompañado de mi hija para que ella sea depositaria de esa memoria que tú quisiste compartir conmigo antes de que se desvaneciera, de que se perdiera en esa maraña de tristeza, de incomprensión, de palabras extrañas con la que tu enfermedad te castiga en tus escasos momentos de lucidez.

Desde Puente Sobreira, papá, te quiero, te recuerdo, te revivo.