Ayer estuve en tu puente, papá,
en ese puente de piedra, umbrío, oculto entre arboles, silvas y casas en ruinas
que tanto significó en tu niñez y en la de tus hermanos. Ese puente al que te
acompañé unos meses antes de que tu enfermedad empezara a alejarte de mí y
acercarte a su memoria.
Cerca de Faramontaos, en
Sobreira, puente que ahora transitan los peregrinos y algún vecino que
ocasionalmente precisa de su concurso para cruzar un río de aguas escasas este
año, tan escasas que apenas son un encadenamiento de charcos sin corriente
entre ellos. Puente ante el que, más allá de flujos y reflujos de su caudal, el
tiempo, el recuerdo, la memoria, que tan escasa te es de este momento presente,
parecen florecer y hacerse un centro fundamental de los retazos de tu vida que
aún no se han ocultado tras el traicionero velo de la enfermedad.
Recuerdo aún con emoción la
visita que hicimos. Recuerdo aún tus ojos, tu sentimiento, tus palabras en el
momento de visitarlo. “Mi puente”, decías, “mi puente”. Casi como un mantra, como
un intento desesperanzado de retener junto a ti lo que se te escapaba, de
transferirme la memoria que sentías perder para que yo pudiera perpetuar esa
vida que tú tanto añoras. La abuela en su escuela dando clase, los niños de tu
época, la casa en la que vivías, vuestras correrías.
Y por eso, para poder cumplir ese
deseo, he ido yo ayer hasta el puente. Acompañado de mi hija para que ella sea
depositaria de esa memoria que tú quisiste compartir conmigo antes de que se
desvaneciera, de que se perdiera en esa maraña de tristeza, de incomprensión,
de palabras extrañas con la que tu enfermedad te castiga en tus escasos
momentos de lucidez.
Desde Puente Sobreira, papá, te
quiero, te recuerdo, te revivo.
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