Me enfrenté al
dilema, necesitado de la certeza, de adentrarme en las entrañas del dicente y
buscar yo mismo, por mis medios, la respuesta verdadera. La suciedad del método
hizo que me planteara, me replanteara y me volviera varias veces ante el
pórtico corporal, pero al fin la necesidad, la necesaria curiosidad, la curiosa
impertinencia, pudieron a cualquier otra consideración. No describiré, no
disertaré, no me extenderé sobre las circunstancias ni los detalles del camino,
exterior ni interior, no hablaré ahora ni en ningún otro momento, de las
vicisitudes de la búsqueda, solo comentaré, por necesidades de comunicación, la
desesperante carencia de indicaciones en el interior. Nada, ninguna señal,
ningún indicio, revelaban la situación del aposento de las verdades, ni de las
mentiras, ni siquiera de las verdades a medias o las veladas. Se eligiera el
camino que se eligiera era indiferente, podría ser cierto o estar absolutamente
errado.
Finalmente,
después de buscar durante un tiempo, de visitar múltiples rincones y husmear en
aquellos lugares que el ambiente lo permitía, sin encontrar ninguna presencia o
guía decidí hacer lo único que me era dado. Salí, le miré a los ojos y le
estreché la mano.
He oído, me han
asegurado, debo de creerlo, que la verdad no tiene lecho cierto y que incierto
es su atuendo. Tan así que encontrada la verdad en otro cuerpo podría no
reconocerse por su aspecto, aún más, podríamos pensar que ella no fuera lo
cierto confundiéndola con mentiras, veleidades o, incluso, cuentos.
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