Sentado en un banco junto a una mesa de madera -tal vez en
tiempos lo fuera-, recubierta de la mugre que limpieza tras limpieza se
arrastra transhumante buscando otra
grieta, otra astilla bajo la guarecerse hasta ser arrastrada nuevamente. La
cabeza gacha, mirando al suelo, mirando esa costra indefinida que podría relatarnos todo lo derramado,
arrastrado, desechado durante tanto tiempo como lleva la taberna abierta. Y en
la mano un jarro desportillado por el uso, adelgazado su barro por la erosión
de los vinos contenidos, sabio por confidente, silencioso por prudente, inquieto
en su permanente y discontinuo discurrir, siempre agarrado por la mano que lo
reclama, relleno de un vino turbio, turbio porque ya lo era o por los barros
que arranca de las inseguras paredes de la barrica que lo acuna hasta nacer,
del odre viajero que lo acompaña, de la jarra que lo recibe y escancia y del
jarro en el que trasegarlo en último término. “Vino –me escucho decir sin
apenas entenderme, alzando el jarro solidario con la mano-“. “Compañero –brindo
con el contenido- préstale a mi alma la turbia densidad que tienes cuando te
ingiero. Cálame, bébeme tu a mi hasta
agotarme y que mi alma se quede prendida en esta mesa, atrapada en la untuosa
capa que pretende ser madera, oculta en las grietas selladas por el tiempo
trastocado en extraña materia. Necesito morir, como ayer, como hace años.
Evitar que al salir el sol, al cerrar la venta, mi cadáver pretendidamente vivo
vuelva a deambular solo, amargo, turbio como tú eres, reclamando que se le
reconozca su esencia muerta, buscándola desesperadamente, sin acabar de hallar
una mano que acompase la vida y el destino”. Después lo apuro, con ansia, y sin acabarlo
empiezo a sentirme de nuevo sediento.
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