Me he asomado a la noche inspirado por palabras que me contaban de soles, por millones, separados por distancias expresadas en potencias, arropados por galaxias de números portentosos. Y viéndolos brillar mi mente se decía, me decía, muy adentro, no concibo, no comprendo, no puedo abarcar las dimensiones que me están diciendo.
No puedo verlas, no puedo, pero seguro que es cierto.
Me senté entonces ante el mar e intenté escuchar cada una de sus gotas, distinguir sus acentos, comprender sus historias, los lugares que habían mojado con su presencia, su permanente reinventarse, en río, en torrente, en nube, en niebla o en cuerpo. Y no pude, no pude distinguir más que un solo ente que saltaba al romper, que mugía al embravecerse, que corría mimoso, zalamero, a mojarme los pies allí donde se hacía frontera por momentos.
No las distingo, no puedo, pero debo de creerlo
Me volví entonces, decidido, para intentar verme por dentro, para intentar ver cada una de las células que conforman mi cuerpo. Escuchar su ritmo vital, comprender como es que comprendo, captar su hálito y recorrer con cada una de ellas ese hogar que forma mi existencia, su universo. Pero no pude ni siquiera comprender por qué tenía ese empeño.
No puedo saber si existo, no puedo, aunque esté convencido de ello.
Me pregunté entonces: ¿Cuánto habría de crecer para hacer que el universo fuera una parte de mi cuerpo? ¿Cuánto habría de menguar para que mi cuerpo fuera el universo? ¿Podría hacerlo? ¿Podría hacer del tamaño una dimensión? ¿De la dimensión un tamaño? ¿Del misterio una certeza? ¿Y de la certeza un misterio?
No puedo expresar los límites de lo imaginado, no puedo, pero si puedo concebirlo posiblemente es verdadero.
Cuestablanca,
08-2016
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