Tus ojos, papá, tus ojos y tus
besos son, posiblemente, los recuerdos que más van a perdurar en mi memoria. Esos
ojos de mirada perdida, lánguida, atormentada, obcecada o inocente, infantil,
según los momentos que la enfermedad nos depara. Esos ojos en los que medir la
situación que nos toca vivir, no en cada día que es un espacio de tiempo largo
y aleatorio, en cada momento, porque cada momento es una vivencia que en nada
se tiene por qué parecer al momento
anterior.
Y tus besos. Esos besos, dulces,
ávidos, encadenados que me das a veces cuando al bajarte del coche me abrazas
como si fuera una despedida, o los que me das por la noche cuando después de arroparte
te deseo las buenas noches y tú intentas transmitirme tu agradecimiento con
palabras ininteligibles y trabucadas que no solo a mí me corresponden.
Maldita enfermedad esta que
sufrimos, papá, así en plural nada mayestático, porque aunque tú seas el cuerpo
doliente esta es una enfermedad colectiva, una enfermedad en la que todos los
que estamos a tú alrededor somos pacientes activos lastrados por síntomas de
impotencia, de dolor, de sufrimiento por no poder hacer más, de resignación
porque todo lo que podemos aportar es para que no empeores sin poder aspirar a
que mejores.
Maldita enfermedad en la que ya
sufrimos cuando absolutamente enajenado nos increpas como a torturadores sin
entrañas, ajenos a tu entorno, despiadados, ya cuando la parte más luminosa de
tú interior se asoma, brevemente siempre, y nos desgarra el pensar que seas consciente,
aunque solo sea por un segundo, de tu irreversible deterioro, porque entonces
el sufrimiento, el que a ti te suponemos y el que nosotros sentimos llega al
dolor del alma, a ese dolor que no se concreta en ningún punto físico pero te
lacera hasta que brotan las lágrimas.
Solo en sueños descansamos, papá,
solo en sueños y sin esperanzas.