Cuantos muertos más ha de
cobrarse la batalla antes de decantarse
y dejar en los hombres su patética memoria. De dejar en el perdedor la amargura
de sentirse humillado, lacerado tratado injustamente por el destino y por los
dioses, de dejar en el vencedor la equívoca sensación de poder reclamar,
imponer, su verdad por su victoria
La sangre que empapa ya la
arcilla, las conciencias, las espadas, vertida sin desmayo por los cuerpos, por
las armas, por los dioses sedientos e insaciables, manchará por generaciones a
las tierras y a los hombres, a la razón
y a la memoria.
No importa con cuantos mantos
temporales intente cubrir su vergüenza la montaña donde los muertos se
acumulan. No importan los libros que la ensalcen, ni con cuantas florituras se
cuenten las hazañas. En realidad no importa ni siquiera el dolor de las
heridas, las vidas perdidas, la infamia que provocó la matanza. ¿Podrá el
vencedor pasados los años, los siglos, los tiempos venideros, reclamar la razón
de su victoria? ¿Podrá en algún momento el vencido olvidar su necesidad de una revancha,
de una venganza, de otra derrota?
Lo único importante, el único
legado que ha de persistir en la memoria es: ¿Cómo fuimos capaces? Y para eso no
habrá respuestas inocentes, no habrá héroes que lo mantengan, no habrá
discursos que borren la nefanda, la inhumana, la lacerante memoria del primer
muerto, la insufrible imagen de los campos anegados por la sangre, los
desgarradores gritos de victoria, los escalofriantes lamentos de agonía, el
silencio vengativo de los perdedores.
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