Cuando la luz que se venía empezó
a teñir de plata el hilo que perfila en continuo el horizonte, hacía ya tiempo
que el sueño me había abandonado. Una de esas noches teñidas de falso día,
llenas de sueños que solo eran escenas imaginadas, llenas de pesadillas
imposibles de diferenciar de instantes cotidianos. Sueños que te hacen desear
con desesperación un amanecer capaz de separar la verdad de las verdades, la
posibilidad real de las imposibilidades ensoñadas.
Devanando el infinito bucle, el
recurrente revivir, de un instante en el que todo se dibuja con una falsa nitidez,
con una firmeza sin vuelta atrás. La noche tocaba a su fin. Las sombras densas,
ominosas, absorbentes, arrastraban, pegados a sus recovecos, los fantasmas de
los ensueños desabridos. Ya no habría palabras calladas, gestos improbables, determinaciones
sin retorno, en una constante revisión de lo no sucedido.
Incluso la sensación de calor
insano, acumulado bajo la ropa de la cama, extrañamente adherido a la piel como
una segunda envoltura de miasma insalubre, más imaginado que real, hace
desapacible un dormir que en ningún momento consiguió ser sueño.
La pegajosa sensación de sudor
frío, semiseco, semihúmedo, que marca la temperatura de la superficie en la que
el cuerpo no consigue acomodarse, se encarama al sueño para completar un clima impertinente,
desagradable, espeso, pantanoso.
Bruma en la mente, desazonado el
cuerpo y un entorno febril, que impide que nada pueda ser despejado. Las horas
son interminables, la aguja del minutero retiembla de impotencia cada vez que
intenta avanzar un paso, sin darse cuenta de que aún no ha pasado, sin lograr
apreciar que el presente, siempre efímero, se ha convertido en eterno, y el
futuro, perplejo, se ha parado. Como en un discurrir obsesivo, en una suerte de
apnea vital, se ha inmovilizado el espacio, se ha detenido el tiempo, y la
normalidad busca desesperadamente una posibilidad para restituir el movimiento.
Cuando la luz, en la lejanía, empezó
a colorear en rosas, en dorados, el borde imperfecto de una nube huérfana, hacía
ya tiempo que, abandonado el sueño, pude considerar que podía empezar a
enfrentar, con perspectiva, las obsesiones.
Posiblemente la luz, por más
brillante que parezca, no contenga las respuestas, pero parece que no haya respuestas
sin luz que las revele, sin claridad mental que las perciba, sin día para vivirlas
ordenada, consecutiva, temporalmente.
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