viernes, 3 de junio de 2022

EL MENSAJE

 Es largo y tedioso el tiempo transcurrido en el interior de una botella; ni el leve movimiento con el que la mecen las olas, ni los sobresaltos que el huracán provoca, hacen que la velocidad de transcurso del tiempo se acelere, varíe.

Cielo, superficie y fondo son los tres paisajes inmutables que se alternan según el giro que le impriman las corrientes, pero ninguno de ellos tiene matices apreciables que logren romper la monotonía de un tiempo encerrado en el mismo interior que se comparte, de un tiempo que, por invariable, impide la memoria, y arrastra en su inacción la imposibilidad de atisbar un futuro, ya no ansiado, ya no previsible, simplemente accesible. Es infinita la duración de un segundo que no es diferente a otro segundo, por más que en la desesperación de la monotonía se busque la manera de contarlos, de medirlos, de percibir la secuencia en la que debieran sucederse. La identidad los compacta, los funde, los convierte en una materia única sin posible medida o recuento.

Es largo, abrumador y tedioso el tiempo que, por no poder ser percibido, impide asomarse a la certeza de un origen, a su distancia, a la distancia que pueda separarnos de un destino al que aferrarse para huir de la monotonía del continuo que forma una sola ola sucediéndose a sí misma, encapsulando entre su cresta y su seno el tiempo, el espacio, la vida.

Es la voluntad inquebrantable de todo mensaje ser entregado, llegar a algunas manos que lo acojan, aunque esas manos no logren descifrar todo aquello que el destino ha puesto en su equipaje, todo aquello que ha sido la razón única de tan desesperanzado, desmesurado, inacabable viaje. Nada garantiza el Destino sobre la idoneidad del destinatario, sobre la utilidad del contenido, sobre la conveniencia de lo recibido. Nada compromete en la existencia que lo transmitido sea inteligible, íntegro, coherente, atendido.

Es vocación irrenunciable del mensaje, más aún cuando es mensaje y mensajero en un solo sino, servir la voluntad del remitente y, sin importar distancia, o peripecia, llegar a algún lugar, aunque en él no se le aguarde, no se le entienda, no se le aprecie. Nada en las estrellas marca la identidad del destinatario, nada en el viaje parece indicar la irrenunciabilidad de una llegada. Es precisamente la inconcreción de un final marcado y la finita posibilidad del tiempo, lo que hace inevitable que la entrega se produzca.

Parece largo y tedioso, inamovible e infinito, el tiempo transcurrido entre el nacimiento de la voluntad del remitente, y la entrega de su encargo, pero solo esos dos momentos, el nacimiento, la llegada, configuran el tiempo que puede computarse como vida, el tiempo de espera, solo es espera, un sueño de tiempo que se mueve sin que pueda percibirse el movimiento, una ensoñación de inmóvil discurrir en un lugar sin tiempo.

Ser mensaje es un destino largo, pero efímero; importante, pero inútil; esperanzador, sin fundamento; con un atisbo de divinidad en su misma futilidad; ser mensaje es casi, casi, casi, compartir la esencia de lo humano.