Te quedas fijo, mirándome desde la distancia que tu niñez nos marca. Te quedas fijo, mirándome y me llamas José Luís, o Ángel, o Julio, o papá. Me llamas y yo te corrijo, no papá, soy tu hijo y entonces me vuelves a mirar fijamente, con esa media sonrisa tuya asomando bajo tu eterno bigote que tu decidido rejuvenecer ha hecho desaparecer de tu labio, con esa expresión tan tuya que significa "estás de coña" y preguntas:
- Entonces ¿tú quien eres?
- Soy tu hijo, papá- y me sigues mirando fijamente a través de la ventana verde gris que el tiempo usa para unir tu tiempo interior con el que los demás, incapaces de rejuvenecer contigo, incapaces de seguirte, nos armamos y te creemos enfermo
- Que tontería. ¿Como vas a ser mi hijo si eres más viejo que yo?
Y no te ríes porque nunca te has reido, porque en toda mi vida no recuerdo una carcajada tuya, algo que sea más que tu sonrisa entre socarrona y divertida, pero en el aire queda que no he conseguido engañarte. Que esta realidad mía tan coherente y universal no ha conseguido conmover a esa realidad tuya tan tuya y palpable, tan evidente que no necesita de ninguna prueba, que no adolece de ninguna fisura ni duda.
Y ahí estamos, tu rejuveneciendo cada día que pasa y yo cada día que pasa más viejo, marcando una distancia que crece y que se nos va, a ambos de las manos. Un abismo que se va haciendo insondable.