La vi pasar bajo mi atalaya, más leve que el aire, volando
sin apenas agitar las alas, jinete del aire recreado, encandilado, dominado.
Tal era su pericia que su envidiable facilidad incitó a mi mente a intentar el
salto y a horcajadas, aposentado sobre su lomo plumoso, volar mis fantasías
como jinetes de novelas leídas, como caballero de monturas mitológicas, como
Ícaro de alas prestadas cerniendo el paisaje.
Las fantasías nunca se limitan y soberbia la mía en ese
instante, en un más difícil todavía, realizó un segundo salto aún más
imposible, zambulléndose mi mente ebria
de sensaciones en la suya, haciéndose ambas al momento idénticas, simbióticas.
Y me vi, me sentí, gaviota volando bajo la ventana de aquel embobado ser que me
contemplaba arrobado, vagamente familiar su figura, apenas reconocible desde
mis alturas que claramente anhelaba.
Con una picuda sonrisa, no cómplice ni desdeñosa, varié la
posición de mis alas y me dejé caer a velocidad creciente hacia un cada vez más
próximo mar. Planeé apenas el tiempo necesario para atisbar una sombra veloz y
plateada que anunciaba la presencia del sustento. Me dejé caer poniendo todo mi
peso en el empeño, el pico al frente, las alas recogidas. El aire a mi
alrededor apenas lograba retenerme y la sensación del aire hendido por mi
cuerpo me hizo aullar íntimamente de júbilo incontenible. Luego el agua, fría,
densa, y de nuevo el aire. La captura intentando zafarse de mi pico fue solo el
premio material que acompañaba a la alegría feroz de cazador satisfecho.
Remonté el vuelo una, dos, tres veces, anticipando el festín
que debía de defender de las otras que me rodeaban.
La perdí de vista al alzarse del agua perseguida por otras
menos afortunadas. Giró en el aire, se elevó una, dos, tres veces y se ocultó
en su vuelo tras la fachada de una casa cercana. Me alejé de la ventana agotada
tras la pesca.